En una feria, un tigre de Bengala enjaulado me llama cuando paso a su lado. Me acerco, y me susurra al oído: “Ayúdame, por favor. Me van a rifar”, y de debajo de su barriga saca todas las boletas y me las da. Cantan la rifa y me lo gano.
Comienzos
Era tan linda como para tener muchos pretendientes, pero no tanto como para que fueran demasiados.
Era uno de esos hombres que nunca se ponen suéter.
Era ese amigo que, cuando estaban en el colegio, imitaba la voz del pato Donald.
Su fracaso había sido extraordinario, casi glorioso.
Una sorpresa
En mis treintas llevaba un diario en el que registraba los eventos del día, lo que me pasaba en la vida, afuera. Más adelante empecé a ser más escueto en el recuento de los eventos y a enfocarme más en ideas y reflexiones sobre éstos. De unos años para acá -ya pasé los cincuenta- anoto también lo que comí y lo que gasté en el día. Me place hacerlo y es a lo que le presto más atención. Resultó que el cuerpo era el espíritu porque es en él donde transcurre mi vida interior. Y el dinero es su sostén. ¡Qué sorpresa!
Los viejos
En la terraza del restaurante hay unas veinte mesas más o menos, demasiado cerca las unas de las otras. La mitad tiene parasol. La hora habitual del almuerzo ya ha pasado y solo quedamos cinco comensales: tres hombres solos, cada uno en una mesa, y una pareja. Es verano, no hay una sola nube. Un hombre está sentado en la última mesa que está protegida del sol; después de esa empiezan las descubiertas. La luz del sol se va acercando cada vez más a él y amenaza con pegarle en la cara. El hombre tendrá unos sesenta años, es gordo, y su porte y la ropa que lleva muestran un poder; puede ser un empresario pequeño, el dueño de una tienda grande, o un empleado de rango medio. Se nota que es alguien que manda sobre otros. Y ahora no se va a mover porque las mesas están muy juntas. Entonces empieza a echarse hacia atrás sentado en la silla, muy cuidadosamente, disimuladamente, y a correr la mesita centímetro a centímetro, pero no se va a cambiar de puesto, ni va a intentar pararse. No se va a exponer a hacer ese ridículo. Eso nunca. Prefiere quemarse hasta el cáncer.
La comida de los aviones
Me emociono desde que veo en el pasillo a las azafatas con los carritos de metal de los que sacan las bandejas, y me imagino que hay un compartimiento con el nombre de cada pasajero. Tan pronto empiezan a sacarlas, me asombra que quepan tantas en ese carrito tan estrecho. Es como magia. Magia de comida mágica. Tan pronto me pasan la bandeja compruebo que está muy caliente, y eso también me sorprende porque ha pasado un rato desde que empezaron a repartirlas. Una vez que la tengo y despliego la mesita, viene destapar las cajas y los paquetes. Todo es siempre de una marca que no existe en la tierra, como si hubiera un mercado celestial. Y llega el momento de comer, en el que tengo que demostrarme –a mí mismo y al pasajero de al lado– que yo sé mejor que nadie cómo se hace. Cada tapa y cada paquete que uno abra, debe ponerlo debajo del recipiente o del alimento; los brazos deben estar muy pegados a los lados del tronco (a veces sobre los de la silla, dependiendo del modelo del avión). Siempre pido vino para sentirme muy elegante, pero me lo tomo sin deleite porque nunca es bueno. La comida me sabe delicioso, aunque sea una porquería, y me maravilla que en esas cajitas quepan porciones que parecen no acabarse nunca. Cuando ofrecen café siempre acepto porque así cierro mi ritual narciso de destreza en la mesa (aunque sea café recalentado y, a veces, den leche en polvo). Me parece que la comida de los aviones es un juguete que se vuelve la realidad. Es la fantasía de un niño neurótico.
La crueldad
En un cuenco de madera pone las monedas que le dan de cambio en su país y, como ha viajado, también monedas de otros países. Centavos de Dólar, Euros, Coronas danesas. Antes de salir a la calle piensa que es su deber coger algunas para repartir de limosna. Agarra un puñado y ve de soslayo que con los pesos se han mezclado monedas de otros países. Si los mendigos pueden cambiarlas, se dice, ¡es mucho más de lo que reciben de cualquier otro transeúnte! Estos cincuenta centavos de dólar, por ejemplo, son más de dos mil pesos. ¡Qué generoso soy!
ficción
Experiencia de ciudad
Viví seis años de corrido por fuera de Colombia, sin venir nunca porque no tenía plata. Y como no tenía plata porque era estudiante y vago, tampoco salía mucho de las ciudades en las que viví (Nueva York y Barcelona), salvo para trabajar. Eso me obligaba a entretenerme en la ciudad, sin gastar. Se podía, y se podía muy bien. Regresé a Colombia hace veinte años y, desde que volví, he salido muchas veces de vacaciones a pretender que vivo en otras ciudades. Me explico: me gusta ir a la playa a no hacer nada, o a las montañas, de excursión, pero lo que más me hace descansar de Bogotá es estar en ciudades que funcionan, así sea solo por un par de semanas. Ahora estoy en Buenos Aires por tercera vez en mi vida. Buenos Aires que es Latinoamérica, que acusa muchos de los problemas de las ciudades del Tercer Mundo, pero que funciona. Hay un sistema de transporte público, hay barrios enteros de edificios viejos cayéndose, otros resistiendo y otros remodelados afortunadamente; se puede andar de noche solo y no pasa nada; las mujeres en verano se pasean por la calle con ropa de verano sin tener que oír piropos atrevidos en cada cuadra; hay niños en la calle, solos o en grupitos, hasta bien entrada la tarde. Creo que parte de la virulencia -y de la autocomplacencia- colombiana tiene que ver con no saber lo que es vivir en una gran ciudad de verdad, de esas que exigen una convivencia difícil, pero que es un ejercicio de educación y conciencia. No estoy diciendo que en ciudades pequeñas y pueblos de Colombia la gente no viva bien, o no pueda convivir. De hecho, en muchos pueblos colombianos viven extranjeros felices. Me refiero a Bogotá. Y no creo que esto sea un problema metafísico. Es histórico y político. Y sé que no lo veré resuelto en vida, y no creo que se vaya a resolver nunca.
La virtud
Pongo la alarma del despertador a las 5:29, a las 5:30 y a las 5:31 de la mañana. Cuando suena la última alarma y me despierto, empiezo a pensar en algo, pero inmediatamente reprimo ese pensamiento incipiente y me paro de la cama (a más tardar a las 5:35, que es la hora límite para no retrasarme; llevo veinte años haciéndolo, por eso lo sé). Entro al baño, abro el agua caliente de la ducha y cierro la puerta del baño para que el vapor se concentre. Salgo, confirmo que el café se está haciendo en la cafetera automática, abro la nevera y saco un sándwich de mantequilla de maní y mermelada, y una coca con papaya y banano que corté en rodajas la noche anterior. Los meto en mi morral y entro al baño. Pongo música Pop animada en el celular (canciones como 9 to 5 de Dolly Parton, Break My Stride de Matthew Wilder, o State of Grace de Taylor Swift). Me meto a la ducha, me enjabono y me echo champú, y mientras que el agua caliente corre y me concentro en relajarme por unos segundos, estoy pendiente de que debo apagar el agua tan pronto se acabe la segunda canción. Mientras que eso pasa, me paso un estropajo seco por el cuerpo. Cuando se termina la segunda canción, paso del agua caliente al agua fría por unos segundos, después cierro la llave y abro bruscamente la puerta de la ducha y, en seguida, la puerta del baño. Para contrarrestar el golpe de frío que siento, me seco vigorosamente con una toalla carrasposa, me visto, salgo del baño y, en la cocina, me tomo una taza de café endulzado con miel, y unas vitaminas. Salgo de mi apartamento y bajo corriendo por las escaleras cuatro pisos, salgo a la calle y corro dos cuadras hasta llegar al paradero del bus. La energía que me deja esa rutina de la mañana me dura hasta el mediodía. Creo que un médico la aprobaría, y un psicólogo diría que lo de no perder los primeros minutos del día pensando es lo mejor de todo. Yo, por mi parte, pienso a veces que mi disciplina matutina está matando mi espíritu.
Estudios médicos
Leo con mucha frecuencia en la prensa conclusiones médicas que son el resultado de estudios de décadas. Durante treinta años, un equipo médico de la universidad de W estudió los hábitos diarios de 3 mil hombres del Reino Unido entre los 24 y los 64 años, y concluyó que…, por ejemplo. Si veo con tanta frecuencia esos artículos, quiere decir que se están haciendo investigaciones de esas todo el tiempo. ¿Por qué yo nunca soy uno de los sujetos de algún estudio? ¿Qué les cuesta seleccionarme? Ese es el tipo de atención que anhelo: personalizada, pero anónima; prestándome atención, pero sin revelar mi identidad.
“Plataforma programática”
Hago una carrera política meteórica que me lleva a lanzarme a la Presidencia. Mis asesores de campaña me urgen para que defina un programa de gobierno claro y atrayente. Me voy solo a un retiro de tres días a una cabaña a la orilla de un lago remoto. Allá ayuno, medito y camino. Al regresar, tengo mi proyecto claro: “Quiero que todo el mundo en el país coma y duerma bien”. Ese es mi programa de gobierno. Mis asesores me felicitan por mi genialidad porque entienden que mi propuesta lo sintetiza todo: para conseguir que una persona coma y duerma bien tiene que tener asegurados todos sus derechos y tener además una conciencia limpia. ¡Garantizar eso, exclamo en el primer mitin, será la tarea de mi gobierno! Gano.
ficción