Un burro

Tengo una alcancía de barro en forma de cerdo en la que solo meto monedas de 500 y de 1000 pesos colombianos (10 y 20 centavos de dólar, aproximadamente). Salgo a la calle y gasto en cosas que no necesito, pago con billetes, y, tan pronto llego a mi casa, meto en la alcancía el cambio que me dan en monedas. Y cada vez que lo hago, siento que estoy ahorrando una fortuna, que soy un zorro con la plata.

Períodos de mi casa

Postales (2006-2009)

Hacia 2006 empecé con las postales cuando me mudé al conjunto Palo Largo. Había comprado un libro de postales de Henri Matisse en el Museo de Arte Moderno de Nueva York muchos años atrás, y tenía otras postales sueltas de distintos temas (la mayoría me las habían mandado amigos, de sus viajes). En esa época me gustaba mucho Matisse, pero también le daba importancia a que es el único gran artista, que yo sepa, que aprobaba el uso de su arte como decoración en las casas, así que sentía que no estaba banalizando su obra. En cuanto a las postales de mis amigos, el manejo de éstas era más delicado; por una parte, quería honrar nuestra amistad, pero también tenía que haber un criterio estético: la postal tenía que verse bien en conjunto con las otras, ya fuera en el baño, o en el estudio. Al final primó el criterio estético sobre el significado emocional. Pegué unas postales en el baño y otras en una pared del estudio. Cuando me fui de Palo Largo, se terminó este período, aunque hace poco volví a pegar unas postales en una pared y reconocí lo importante que fue este en la trayectoria de mi casa.

Molas (2007)

Este período, que se cruza con Postales, estuvo claramente determinado por la popularidad de las molas, y mi interés por ellas fue mayor que por las postales, más auténtico –tal vez por la belleza y la técnica de las molas. Las postales solo son, a la larga, reproducciones industriales, pero cada mola es una pieza única. Mi trabajo más destacado en este período fue tapar unas repisas para botellas, que estaban empotradas en un mueble del comedor y eran feas, con unas molas cosidas sobre lino negro con un retablo. Siento que logré intervenir un espacio y transformarlo en algo bello. Cuando tenía visitas, elogiaban las molas.

Telas peruanas (2009-presente)

En un viaje al Cusco compré unas telas peruanas baratas, pero con colores vistosos y patrones armónicos. Poner telas encima de los muebles es una práctica decorativa milenaria, lo sé, pero resalto mi uso de éstas: las puse dobladas sobre el espaldar del sofá de sala y sobre un sillón, adornándolos, pero, a la vez, dando la impresión de que están “puestas ahí”, un poco al desgaire, cuando en realidad las coloqué meticulosamente. Ese “hacer parecer” me parece un acierto estético.

Postales enmarcadas (2021-presente)

Conseguí en Home Center unos marcos para fotos del tamaño de una postal. Son los que usa la gente para poner fotos de familia, pero yo los usé para poner reproducciones de afiches de exposiciones de arte y fotos fijas de películas, que encontré en Pinterest. Así, los marcos les dan la apariencia de ser obras originales (copias firmadas o fotografías originales) y decoran los espacios hermosamente.

Una corrección

Abu Talib Muhammad Tughril Ibn Mika’il, fundador del sultanato Selyúcida en el siglo XI, del que descienden los turcos, de cuya lengua viene la palabra yogurt, se le aparece en un sueño con sus atuendos ceremoniales a mi tía Mildred y le dice : «Señora, se dice yogurt, no yagurt, como dice usted».

La paranoia

Tengo muchos amigos porque soy chistoso y solidario. Además, tengo 52 años y he viajado y vivido por fuera, así que los he acumulado de distintos países. También, he sido soltero la mayor parte de mi vida, no tengo hijos de qué ocuparme, y mi familia no es gregaria. Así pues, siempre hay amigos que me buscan, pero a veces pasa que nadie me escribe ni me llama por más de 24 horas. Y entonces reflexiono: “Algún día iba a pasar, claro. Que todo el mundo me dejara de hablar”. “¿Cómo voy a hacer ahora?”, me pregunto. “Tendré que pensar en algo”, me digo resueltamente.

Un secreto de las casas reales

Las reinas necesitan tomar mucha agua. Ese es el secreto de su belleza y de su permanencia en el trono. Con respecto al sol, basta con que se paren frente a una ventana, detrás de un velo, un par de horas cada mañana. Las princesas, por su parte, sí necesitan la luz directa del sol mientras florecen y se hacen grandes. Solo así se mantiene el equilibrio del reino y el de la naturaleza toda.

La indecencia

Una amiga me cuenta de una conocida suya que se casó con un millonario. La familia de la novia es distinguida en su país -ilustres, de abolengo- pero ella se avergüenza porque no son ricos como su marido; «unos pobretones», ella así lo siente. Por eso decidió no invitarlos a la boda. Para reparar tamaño desplante, le envió a cada no invitado un celular de alta gama de último modelo. Se gastó una fortuna, que de seguro pagó el novio. Como no conozco a la mujer, le pido a mi amiga que me muestre fotos del matrimonio en Instagram. El vestido es lindo, sí; el lugar del matrimonio, lujoso; los arreglos florales de las mesas, costosos, pero los zapatos de la novia son, por supuesto, de lo más ordinario.

Un problema de corazón

Una mujer a la que deseo quiere que le diga qué pienso de lo que escribe. Busca mi aprobación. Y me llama mucho la atención que una persona tanto más hermosa y joven que yo –o sea, mejor– busque eso. No puedo decirle que mi aprobación es mi amor, y mi amor es mi deseo. Por supuesto que es también talentosa, inteligente y sensible (yo, tal vez, soy un poco más imaginativo -y más viejo). Así pues, que su corazón está en ese lugar y el mío en éste, y ninguno de los dos puede acercarse más al del otro.    

La más bonita de la fiesta

Era la primera fiesta de noche a la que me invitaban mis amigos del colegio. Yo estaba en mi año estelar: acababa de cumplir quince y ya me había consolidado como el payaso del curso y, tal vez, el tipo más chistoso del bachillerato. Mis trabajos habían empezado a los doce, o quizás un poco antes, con imitaciones de los profesores y chistes oportunos en las clases. Por los días de la fiesta, mi número más popular era el de “Tornillito, el payaso”, que se trataba de imitar la voz y el tono de un payaso bogotano.

En algún momento de la fiesta paramos de bailar, seguramente porque no sabíamos muy bien cómo hacerlo y nos daba vergüenza, y se armó un corrillo del que yo terminé siendo el centro. Hice mi número de Tornillito y todos se partieron de la risa. En el corrillo había varias niñas. Una de ellas, la menor y la más pequeña, era una rubia delgadísima de trece años, delicada y elegante. Llevaba un reloj blanco, y su nombre era francés: Cé. Me llamó la atención por lo peculiar y quise pasar tiempo con ella, pero se fue temprano. No recuerdo cómo supe esa noche que mi amigo R hablaría con ella o la vería al día siguiente, así que, cuando me despedí, le dije que le mandara mis saludes. Sentí que tenía que hacerlo porque era la más bonita de la fiesta.

El lunes siguiente, en el colegio, R me dijo: “Cé quedó muy emocionada con las saludes de Tornillito”. Bastó que me dijera eso para que yo me enamorara de ella durante los siguientes tres años y la llamara todos los días para decirle que la quería, le hiciera letreros de colores y letras chéveres con su nombre en hojas de cuaderno, le mandara una bufanda perfumada y la invitara a todas las obras de teatro del colegio en las que yo era el protagonista. Nunca fue a ninguna, pero siempre fue amable conmigo, y era dulce.

Me hice sufrir como un condenado y la inquieté a ella con mi insistencia, pero yo creía que ella era la que me hacía sufrir con su desdén, y así se lo decía a todo el mundo. Algunas de mis amigas la odiaron por eso.

Nos graduamos del colegio y nunca volví a saber de Cé. Veinte años después me la encontré en una fiesta. Ya éramos adultos en sus treintas, así que quise acercarme a saludarla con la idea de hacer algún chiste sobre mi intensidad de adolescente (a manera de disculpa, supongo). Pero tan pronto me vio, Cé se alejó de prisa sin mirarme, avergonzada. Qué horror. Pobre la niña de trece años que tal vez todavía vive en ella. Con el tiempo entendí que nunca estuve enamorado, que ni siquiera la deseaba porque no la conocía, ni me importaba, pero la acosé inmisericordemente todos los días durante tres años porque era la más bonita de la fiesta.

*Nota: Sangro la primera línea de cada párrafo como debe ser, pero cuando publico la entrada no sale la sangría.

Los Vaccaro

Cuando era niño no me perdía un programa que se llamaba “Esto es Hollywood”. Las películas de Hollywood me fascinaban, y presumía de saber mucho de cine. Tal vez en ese programa oí nombrar por primera vez a la actriz Brenda Vaccaro. ¡Qué apellido! ¡Cómo suena! Muchos años después leí en una crónica de Truman Capote que la dueña de la United Fruit Company, la compañía bananera de Urabá, era la familia Vaccaro de Nueva Orleans, que no tiene ninguna relación con la actriz. Pero yo sí me imagino luciéndome en una conversación al decir: “¡Claro, hombre! ¡Brenda Vaccaro! Ella era de los Vaccaro de Nueva Orleans, los dueños de la United Fruit Company, la de Cien años de soledad”.