El peluquero siempre me preguntaba: “¿Qué tal la familia, la señora, los hijos?”. Y yo, solo porque no quería entablar ninguna conversación con él, siempre le contestaba: “Bien, bien, gracias”. No tengo esposa ni hijos. Un día pasó la afeitadora por unas verrugas que tenía en el cuello y las cortó. Salió sangre. El peluquero se apenó mucho y mientras me limpiaba la sangre me decía: “Uy, no, no, no. Yo cómo lo voy a mandar así a su casa, qué va a decir su señora”. Me indignó que a su chambonería, le sumara esa imprecisión constante sobre mi vida.