Estudié en un colegio de monjes benedictinos en el que la Primaria la llevaban monjas. Recuerdo cómo ambos, monjes y monjas, se metían el pañuelo en el puño de la manga del suéter. En particular, me maravillaba ver cómo el padre S., que era además el entrenador de baloncesto, mientras oficiaba misa se pasaba velozmente el pañuelo por la nariz y lo guardaba en la manga; al rato lo volvía a sacar. Parecía un truco de magia. De niño, yo decía que quería ser cura porque los ritos y la fe me fascinaban, pero también para congraciarme con mi madre, que era devota. Llegué a la adolescencia y abjuré de esa fantasía infantil. Crecí, estudié, viajé, trabajé y dejé de practicar cualquier religión. Un día, a mis cincuenta, al comienzo de la pandemia del COVID-19, en una semana particularmente solitaria entré solo a mi apartamento de soltero, me quité el barbijo y, sin pensarlo, lo guardé bajo el puño de la camisa. Me vi haciendo eso y pensé que, a pesar de todo y a mi pesar, soy un maldito cura.