Vamos con unos amigos a un restaurante que, les digo yo, es muy bueno. Uno de esos restaurantes de barrio, que no son de “corrientazo”, pero que tampoco tienen vino. Es, digamos, en el que almuerzan los jefes de las oficinas, pero no los empleados. Nuestra orden se tarda demasiado, el servicio es malo y la comida mediocre. Nada raro, pero aquí está el asunto: es caro para lo que ofrece. ¿Y cuál es el problema? Que vive repleto y tiene fama. Y eso me hace pensar en que así somos los colombianos: aceptamos por bueno algo que no lo es; alimentamos reputaciones inmerecidas; comemos cualquier cosa.