El ataque

Estaba en un café y llegaron dos hombres que se sentaron en la mesa detrás de mí. Eran padre e hijo. Se veían prósperos y estaban animados. El viejo debía tener unos setenta años; el hijo, unos cuarenta. No me interesaba su conversación, pero hablaban lo suficientemente alto como para que no pudiera evitar oírla. “Ellos no se esperaban el ataque por ese lado”, dijo el viejo de forma intrigante, e hizo una pausa dramática. Me ilusioné: tal vez era un militar retirado que narraría una hazaña de guerra. O, más probablemente, un empresario que hablaría de alguna decisión de negocios arriesgada. “Y empecé a pedalear en la cuesta, y los pasé”, siguió el relato. No había heroísmo ni temeridad. Lo que hay es un montón de viejos pendejos en bicicleta que congestionan las carreteras los fines de semana para sentirse jóvenes y que son un riesgo para los conductores y para sí mismos. ¿Por qué no pueden quedarse en su casa en el almuerzo familiar del domingo, después del cual tendrán que hacer una siesta porque tomaron y comieron de más? Que envejezcan con dignidad, por Dios.