Me fui solo por un par de días a un pueblo colonial a descansar de mi trabajo de profesor y a tratar de escribir. No me hospedé en un gran hotel, pero sí en uno muy bueno; un hotelito discreto, pequeño, muy chic (como para un profesor y escritor que, por su edad y trayectoria, gana más o menos bien). Llevé mi computador portátil y libros. En las mañanas escribía y leía en la terraza del hotel, en las tardes salía a caminar y en las noches cenaba solo en un buen restaurante. En las calles aledañas ya me conocían. Los otros huéspedes del hotel me saludaban con respeto: “Debe ser un profesor, o un escritor”, pensarían, “se nota». Me sentía muy satisfecho de mí mismo hasta que caí en la cuenta de que era eso, sí, pero, sobre todo: ¡era un cliché! Y me aterró pensar que alguno de los turistas hubiera leído Lolita o La muerte en Venecia, y quizás se preguntara si yo no sería una especie de Humbert Humbert o de Aschenbach. No, no. No volveré a irme de vacaciones solo a esta edad. Jamás.