Pongo la alarma del despertador a las 5:29, a las 5:30 y a las 5:31 de la mañana. Cuando suena la última alarma y me despierto, empiezo a pensar en algo, pero inmediatamente reprimo ese pensamiento incipiente y me paro de la cama (a más tardar a las 5:35, que es la hora límite para no retrasarme; llevo veinte años haciéndolo, por eso lo sé). Entro al baño, abro el agua caliente de la ducha y cierro la puerta del baño para que el vapor se concentre. Salgo, confirmo que el café se está haciendo en la cafetera automática, abro la nevera y saco un sándwich de mantequilla de maní y mermelada, y una coca con papaya y banano que corté en rodajas la noche anterior. Los meto en mi morral y entro al baño. Pongo música Pop animada en el celular (canciones como 9 to 5 de Dolly Parton, Break My Stride de Matthew Wilder, o State of Grace de Taylor Swift). Me meto a la ducha, me enjabono y me echo champú, y mientras que el agua caliente corre y me concentro en relajarme por unos segundos, estoy pendiente de que debo apagar el agua tan pronto se acabe la segunda canción. Mientras que eso pasa, me paso un estropajo seco por el cuerpo. Cuando se termina la segunda canción, paso del agua caliente al agua fría por unos segundos, después cierro la llave y abro bruscamente la puerta de la ducha y, en seguida, la puerta del baño. Para contrarrestar el golpe de frío que siento, me seco vigorosamente con una toalla carrasposa, me visto, salgo del baño y, en la cocina, me tomo una taza de café endulzado con miel, y unas vitaminas. Salgo de mi apartamento y bajo corriendo por las escaleras cuatro pisos, salgo a la calle y corro dos cuadras hasta llegar al paradero del bus. La energía que me deja esa rutina de la mañana me dura hasta el mediodía. Creo que un médico la aprobaría, y un psicólogo diría que lo de no perder los primeros minutos del día pensando es lo mejor de todo. Yo, por mi parte, pienso a veces que mi disciplina matutina está matando mi espíritu.