En la terraza del restaurante hay unas veinte mesas más o menos, demasiado cerca las unas de las otras. La mitad tiene parasol. La hora habitual del almuerzo ya ha pasado y solo quedamos cinco comensales: tres hombres solos, cada uno en una mesa, y una pareja. Es verano, no hay una sola nube. Un hombre está sentado en la última mesa que está protegida del sol; después de esa empiezan las descubiertas. La luz del sol se va acercando cada vez más a él y amenaza con pegarle en la cara. El hombre tendrá unos sesenta años, es gordo, y su porte y la ropa que lleva muestran un poder; puede ser un empresario pequeño, el dueño de una tienda grande, o un empleado de rango medio. Se nota que es alguien que manda sobre otros. Y ahora no se va a mover porque las mesas están muy juntas. Entonces empieza a echarse hacia atrás sentado en la silla, muy cuidadosamente, disimuladamente, y a correr la mesita centímetro a centímetro, pero no se va a cambiar de puesto, ni va a intentar pararse. No se va a exponer a hacer ese ridículo. Eso nunca. Prefiere quemarse hasta el cáncer.