La comida de los aviones

Me emociono desde que veo en el pasillo a las azafatas con los carritos de metal de los que sacan las bandejas, y me imagino que hay un compartimiento con el nombre de cada pasajero. Tan pronto empiezan a sacarlas, me asombra que quepan tantas en ese carrito tan estrecho. Es como magia. Magia de comida mágica. Tan pronto me pasan la bandeja compruebo que está muy caliente, y eso también me sorprende porque ha pasado un rato desde que empezaron a repartirlas. Una vez que la tengo y despliego la mesita, viene destapar las cajas y los paquetes. Todo es siempre de una marca que no existe en la tierra, como si hubiera un mercado celestial. Y llega el momento de comer, en el que tengo que demostrarme –a mí mismo y al pasajero de al lado– que yo sé mejor que nadie cómo se hace. Cada tapa y cada paquete que uno abra, debe ponerlo debajo del recipiente o del alimento; los brazos deben estar muy pegados a los lados del tronco (a veces sobre los de la silla, dependiendo del modelo del avión). Siempre pido vino para sentirme muy elegante, pero me lo tomo sin deleite porque nunca es bueno. La comida me sabe delicioso, aunque sea una porquería, y me maravilla que en esas cajitas quepan porciones que parecen no acabarse nunca. Cuando ofrecen café siempre acepto porque así cierro mi ritual narciso de destreza en la mesa (aunque sea café recalentado y, a veces, den leche en polvo). Me parece que la comida de los aviones es un juguete que se vuelve la realidad. Es la fantasía de un niño neurótico.