Me pregunto si mis padres o mis abuelos pensaban tanto en sí mismos como yo, y si en la adultez –en sus cuarenta, digamos– tenían amigos con los que hablaban durante horas de “la vida”, es decir, de su vida emocional, de su relación de pareja y de lo que opinaban de todo. O simplemente convivían y vivían, así como iban al trabajo, del que llegaban cansados y del que tal vez estaban hastiados diez años antes de poder pensionarse. Se me antoja que mis amigos y yo, y la mayoría de la gente con la que me relaciono, somos unos narcisos, obsesionados con nuestra propia vida y confundidos ante la inminencia de la realidad y el agobio del día a día. Incapacitados para la vida adulta.