Un pecado

Vivía en un apartamento que le había arrendado a una pareja mayor. El hombre se llamaba Rafael y se murió en un viaje cuando yo aún era el inquilino. Mi nombre es Francisco. Pocos días después de la muerte de mi arrendatario, estacioné mi carro en un centro comercial y, cuando salía, dos viejos se me acercaron. Eran amables y paternales. Uno de ellos me preguntó que si mi carro estaba a la venta. Por esos días yo había pensado en venderlo, así que le dije que sí y le di mi número de teléfono fijo. Dos días después entró una llamada a mi casa. Al otro lado de la línea, un hombre preguntó por Rafael. Supuse que era un conocido del difunto y le contesté con gravedad que había muerto hacía unos días. El hombre se aterró con la noticia y me dijo, muy afectado, que lo había conocido hacía apenas dos días porque le había gustado mucho su carro y lo había abordado para preguntarle si estaba a la venta; se había equivocado de nombre. Con una mezcla de crueldad infantil y pereza de aclarar el malentendido, le reiteré la noticia de mi muerte.