A todos los niños les dan al comienzo del año escolar un bolígrafo azul y uno rojo; cada uno cumple una función. Son objetos importantes en la vida de un colegial. Y siempre hay un niño que le pone la tapa roja al bolígrafo azul y la tapa azul al rojo. Apenas lo hace, se siente muy ingenioso y los deja así. A muchos les gusta esa pequeña rebeldía, ese cambio que ni siquiera rompe una regla, pero solo un niño se copia; al resto del curso le parece una tontería molesta (esos son los juiciosos y ordenados, su vida será buena y aburrida). Las profesoras, por su parte, se irritan, quisieran decirle que no cambie las tapas, pero es una nimiedad que revelaría su propia neurosis. El niño deja de sentirse orgulloso con el tiempo porque eso se volvió su “marca”, pero deja las tapas así, aunque a menudo se lo reprocha: «ni siquiera se ve chévere, me tiré todo». Además, a veces se equivoca de bolígrafo, daña la tarea y tiene que empezar de nuevo. Yo sigo siendo ese niño que cambia las tapas de los bolígrafos.